Txiki Benegas: de la Platajunta a la paz

En la Euskadi convulsa, el histórico dirigente no cayó en el bucle melancólico: apostó por la paz

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La política pende en el filo de una navaja. Benegas se inició entre el constitucionalismo pragmático de Adolfo Suárez y el perfil huraño de su enemigo querido, Xavier Arzálluz, el ignaciano que ostentó el trono del Euzkadi Buru Batzar. Arzálluz no faltó el pasado jueves al cementerio de Polloe en San Sebastián a la despedida de José María Benegas (Txiki), el socialista vertebrador. También acudieron al último adiós algunos de los veteranos de la Transición que festonearon, a menudo junto a él, el salón Gasparini del Palacio Real de Madrid, donde existe la costumbre de salvar a España, después de una cena borbónica, entre el vaho de café y el humo de los puros ofrecidos por los chambelanes.

A Benegas nunca le preocupó la envoltura; cerraba pactos en Ajuria Enea, en Moncloa o en la sede de Vitoria de la Delegación del Gobierno en Euskadi. A un corredor de fondo le da lo mismo jugar en casa, ser visitante o tantear a la quinta columna. Lo único que vale es el resultado. Cerró el Estatuto de Gernika como miembro del PSE (Partido Socialista de Euskadi), mientras Peces-Barba lo hacía por parte del PSOE y Martín Toval por el PSC catalán. Todo bajo el manto reformista de Miquel Roca, de Tierno, del inolvidable Solé-Tura y hasta de Blas Piñar, representante del Grupo Mixto (¡¡por sorteo!!). Batallas sin fin.

Homenajeado por Guerra y Patxi López

En la ceremonia del óbito, Alfonso Guerra, un desterritorializado vocacional, leyó su letanía y emocionó a la concurrencia. Por lo bajini, el camposanto de Donostia cobijó la evocación de momentos decisivos del pasado. Por su parte, Patxi López glosó en un periódico la trayectoria de su amigo citando la elegía de Miguel Hernández ( «A las aladas almas de las rosas/ del almendro de nata te requiero,/ que tenemos que hablar de muchas cosas,/ compañero del ama, compañero.»).

A la hora del recuento, Txiki corre de boca en boca. Los maledicentes lo ven en aquel níhil óbstat socialista al nombramiento en el Estado Mayor de Alfonso Armada, que había sido jefe de la Casa del Rey. Otros le vinculan a su camarada Enrique Mújica, que antes del Golpe presidió la Comisión de Defensa en el Congreso y conoció los contactos entre Armada y Milans del Bosch. Algunos se abochornan todavía al recordar el oscuro trato del timonel Tarradellas con aquel feo asunto. Los más discretos prefieren la versión punto final en la que Calvo-Sotelo y Alberto Oliart se encargaron de enterrarlo todo bajo tierra. En todo caso, después de leer a Cercas, cada cual sabe qué puede decir en público del día en que Tejero hizo de Pavía en las Cortes Generales.

Negociador

Aunque caminaba a bamboleos lentos, Benegas negociaba con precisión y alta velocidad. En su mejor tiempo, un enjuague en Moncloa o un rendez- vous en Zarzuela eran para él protocolos a toro pasado. Benegas dejó su sello en el concierto económico vasco y en la LOAPA, operaciones de alto voltaje que se concretaron en silencio entre UCD y PSOE antes de que Calvo-Sotelo y Martín Villa estampaban sus firmas. Y es que el socialismo español ha tenido siempre este deje traidor de toque displicente que aprendieron Felipe y los suyos en las fundaciones del SPD alemán. Pero, digámoslo todo: en manos de Benegas esto de ir dos pasos por delante era solo una dulce combinación de prisa y elegancia.

Benegas ha sido un intermediario celoso de su papel entre Madrid y Euskadi. González le dejaba hacer. En la etapa del GAL, Juan Alberto Perote del CESID dijo que Felipe era el señor X, responsable del terrorismo de Estado. Y la ebullición nacional-españolista de Aznar alcanzó el paroxismo. Entonces el socialismo oficial, para no caer en el olvido, recurrió al argumentario Benegas. Los socialistas, que habían usado los pasos de montaña clandestinos del PNV para salir de España, tiraron de hemeroteca. Sacaron a relucir incluso que el famoso Congreso de Suresnes había sido fruto de un pacto entre socialistas andaluces y vascos. Rubial, Mujica y Redondo, representantes del norte, doblaron la cerviz ante el «clan de la tortilla», González, Guerra y los demás. En el anaquel de la memoria cada suceso tiene su casilla.

Eterno secretario en el PSOE

Benegas fue el eterno secretario de organización del PSOE. Paco Umbral dijo de él que era un utópico del 82, que se había quedado sin consejo de administración. El tiempo ha rectificado al escritor del Spleen de Madrid, dejando al político en los aguafuertes de la historia. Benegas arregló cañerías, soldó desagües y utilizó llaves maestras para evitar comisiones de investigación sobre las cloacas del Estado.

Txiki pertenecía al «eslabón que une el diálogo» (así lo define Maria Antonia Iglesias en Memoria de Euskadi). Nunca se colgó en el antinacionalismo atávico de colegas como Ricardo García Damborenea, que se fajó sin matices contra el PNV y contra el mundo abertzale, para acabar colaborando con el PP de Aznar y ser condenado, dramática paradoja, por colaborar con los GAL. La transversalidad de Benegas es antigua. Data de 1986, cuando ganó las elecciones autonómicas vascas y jugó a fondo en los pactos de gobierno PSE-PNV, después de intentar acuerdos frustrados con la Euskadiko Ezkerra y con Eusko Alkartasuna. Vivió en las cumbres de una Gobernabilidad y navegó en las aguas revueltas después de Lizarra y del Plan Ibarretxe. No quiso ser ministro de Felipe González, que se lo ofreció dos veces: en 1982 y en 1991.

Y todo empezó una noche de 1974, en casa de García López en la madrileña calle del Segre, donde Benegas fue detenido por la policía junto a Dionisio Ridruejo, Heribert Barrera, Josep Pallach, Felipe González, Antón Cañellas o José María Gil-Robles, entre otros. Ellos representaban a la oposición que no pertenecía a la Junta Democrática creada en París bajo el predominio del Partido Comunista. Eran los otros, los de la autodenominada Plataforma de Convergencia y conocida con el sobrenombre de Platajunta.

En la Euskadi convulsa, no cayó en la tentación del bucle melancólico. Apostó por la paz.

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