De la vieja política a la vieja política

El fin de la crisis, la quiebra del relato populista y la parapolítica facilitan la consolidación de la vieja política

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En España, la crisis económica que se inicia entre 2007 y 2008 ha tenido sus consecuencias políticas, económicas, sociales e ideológicas. Puede afirmarse que dicha crisis ha desvelado y acelerado otras que se iban desarrollando en España. Cuatro crisis.     

En lo político, se ha socavado –como si del final de un ciclo se tratara- el sistema de la Transición. Con el tiempo, la democracia española de 1978 se ha decolorado: no funcionan correctamente los mecanismos de transparencia y control propios del Estado de derecho; los canales de participación, representación e intermediación políticos se han obstruido; la separación de poderes se ha debilitado en beneficio del Ejecutivo; los partidos, sindicatos y organizaciones profesionales se han corporativizado; los políticos son reticentes en la asunción de responsabilidades; y, claro, la corrupción que corroe el sistema.   

En lo económico, estancamiento, decrecimiento, deflación, déficit, aumento de la deuda pública y privada, crisis y reorganización bancaria, austeridad y estabilidad presupuestarias, cierre de empresas, reducción del crédito privado, abaratamiento de costes, reducción del consumo interno, planes de competitividad y productividad empresarial, flexibilidad laboral y desempleo. Todo ello, en el marco de un modelo productivo y laboral obsoletos.

La nueva política: ese populismo paternalista que secuestra la palabra y abusa de las emociones

En lo social, aparece una brecha entre las demandas de la sociedad y la incapacidad –crisis fiscal del Estado y problemas de redistribución de la riqueza- del Estado del bienestar para satisfacerlas. Incapacidad e insatisfacción que alimenta el proceso de disgregación social, que se traduce en una doble crisis, de eficacia y legitimidad.

En lo ideológico, reaparece el populismo de la mano de movimientos y partidos como el 15-M o Podemos. Ese populismo paternalista convencido del papel que le reserva la Historia, que usa y abusa de las emociones, que secuestra la palabra, diseña una neolengua a la carta, inventa la verdad, fustiga al adversario convertido en enemigo, tiene la pretensión de representar al pueblo que quiere liberar. Ese populismo de piquete y escrache que predica la reeducación del ciudadano, la llamada democracia real frente a la democracia formal, los movimientos frente a los partidos que no nos representarían, la autoorganización y movilización de las masas, la expropiación de la banca, el impago de la deuda ilegítima o la desmercantilización de la cultura. Ese populismo que diseña a su medida un enemigo al que hay que liquidar para construir el Nuevo Orden sobre sus ruinas. La nueva política, aseguran.

La  salida de la crisis económica –las instituciones resisten, la affectio societatis no se rompe, el Estado de derecho no se ha deconstruido, la economía crece- y la quiebra del relato populista, víctima de su deriva prepolítica (la negación de la democracia formal limita la acción política y parlamentaria) y parapolítica (la nueva política se reduce al mitin y la movilización callejera), facilitan la consolidación de la llamada vieja política (liberalismo y socialdemocracia) que gana la partida a la denominada nueva política (restos del naufragio comunista, chavismo y movimientos alternativos) que promete mucho y no ofrece nada más allá de un futuro mejor que nunca llega. El realismo y eficacia de lo viejo, así como la seguridad jurídica que brinda, se impone al nihilismo y utopismo (y a la inseguridad jurídica que conlleva) de lo nuevo.

La lección: desconfiarás de quien ofrezca soluciones para todos

De la consolidación de la vieja política y la crisis de la nueva, se extraen un par de conclusiones. Primera: la democracia describe y prescribe. Es una poliarquía selectiva fundada en la meritocracia, definición que permite superar la etimología mítica del término (“gobierno del pueblo” o “poder popular”) y soslayar el peligro de etiquetar como “democracia” cualquier sistema (“democracia verdadera”, dicen) que no se lo merezca. La democracia son formas. Y la única democracia digna de tal nombre es la liberal; es decir, la democracia parlamentaria o representativa que se fundamenta en la Constitución, la ley, la libertad, el pluralismo, el sufragio, la división de poderes y el individuo. 

Segunda conclusión: los partidos políticos son la condición para el funcionamiento de la democracia y la garantía de la competencia en el proceso de acceso al poder. La participación directa o la asamblea solo representan, en el mejor de los casos, a quienes  participan en el evento. Los partidos políticos sí representan a los ciudadanos, porque han recibido el voto de los mismos en unas elecciones libres y democráticas y responden en el Parlamento.

Ahora que sabemos que la democracia formal es la única realmente existente, y que los partidos políticos sí nos representan; ahora que sabemos eso, y que las quimeras son quimeras, conviene aprender la lección: desconfiarás de quien ofrezca soluciones para todo. 

*Artículo publicado en mEDium, anuario editado por Economía Digital.

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