La sentimentalización de la democracia

Donald Trump, la ultraderecha alemana y la apoteosis del nacional-populismo catalán evidencia un peligroso bache histórico

Recibe nuestra newsletter diaria

O síguenos en nuestro  canal de Whatsapp

Una sospecha recorre el mundo occidental: la sospecha de que nuestras democracias están deslizándose por una peligrosa pendiente emocional que hará mucho más difícil una convivencia ordenada y justa en el futuro próximo. Aunque los efectos económicos de la Gran Recesión se hayan ido atenuando, sus repercusiones psicopolíticas están lejos de hacerlo: tras la decisión británica de abandonar la UE y la victoria de Donald Trump en los Estados Unidos, el ascenso de la ultraderecha alemana y la apoteosis del nacional-populismo catalán nos recuerdan que seguimos atravesando un peligroso bache histórico.

Algo que, por cierto, el mismísimo notario del Fin de la Historia, Francis Fukuyama, advirtió en las últimas páginas de su famoso libro. Lo que no podía era saber qué forma adoptaría el retorno de la peligrosidad política. Ahora vemos que su principal rasgo es la electrificación de una vida política de alto voltaje emocional.

Naturalmente, no se trata de un fenómeno nuevo. Las pasiones políticas han existido siempre y los seres humanos nunca han dejado de ser criaturas donde razón y emoción conviven de manera compleja.

El brexit, la victoria de Trump y el ascenso de la ultraderecha alemana nos recuerdan que seguimos atravesando un peligroso bache histórico

También hemos conocido voces críticas con el racionalismo moderno, desde Hume a Nietzsche o Freud, que se han encargado de recordarnos que el cartesiano «pienso luego existo» debe cuando menos complementarse con un «siento luego existo». Sí es nueva, en cambio, nuestra mirada sobre las emociones y su papel en la percepción y conducta humanas.

También son nuevas algunas circunstancias sociales que propician un mayor protagonismo de los contenidos afectivos en la esfera pública y la consiguiente reducción de sus contenidos racionales. Pero cuidado con idealizar el pasado: no ha existido comunidad política libre de sentimientos. Y sin emociones no somos humanos, sino zombis carentes de todo impulso vital.

El discurso emocional no es nuevo: no ha existido comunidad política libre de sentimientos

Nuestra mirada sobre las emociones es nueva porque hemos abandonado la convicción de que todo esté culturalmente determinado y ahora prestamos atención a los distintos aspectos de la vida afectiva. Mediante las nuevas técnicas de observación neuronal, se pone sobre la mesa el hecho de que nuestras percepciones y decisiones no obedecen a un puro cálculo racional, sino que se encuentran mediadas por impulsos que no controlamos o hemos de esforzarnos en controlar.

Jon Elster dice que las emociones son «tendencias de acción»: nos empujan en una dirección concreta. No estamos inermes ante ellas, ni lo explican todo, ni debemos incurrir en una nueva forma de reduccionismo que identifique la sinapsis cerebral con la subjetividad humana. Pero sí parece probado que somos menos soberanos de lo que creíamos.

Pero no basta con sugerir que la política es más emocional o que los actores políticos recurren con más frecuencia a las emociones; hay que aclarar lo que eso significa. Y significa que percibimos los hechos según cuáles sean nuestras creencias, que experimentamos confort afectivo adhiriéndonos a una ideología, que nuestra cognición es «caliente» porque se ve influida por lo que sentimos, que experimentamos bienestar fisiológico cuando oímos una opinión que concuerda con la nuestra, que las narrativas y las imágenes tienen más fuerza que las argumentaciones, que el tribalismo moral está inscrito en nuestra historia genética, que somos más apasionadamente reactivos que racionalmente reflexivos.

Las emociones son «tendencias de acción»: nos empujan en una dirección concreta

Son rasgos que nos afectan a todos, aunque no todos son conscientes de ello. Y como dejan claro las estrategias populistas, hay actores políticos expertos en explotar esas emociones.

Las nuevas tecnologías de la comunicación son otra novedad relevante. Aunque la digitalización no tiene sentimientos, se ha convertido en un poderoso vehículo de creación y difusión de emociones. La conversación pública parece ahora dominada por un sujeto afectivo que reacciona a los mensajes que le llegan  y forma enjambres en asociación con otros usuarios, creando un clima público más agonista que liberal, dificultando la formación de consensos y entorpece la acción de gobierno.

La mirada sobre las emociones es nueva: hemos abandonado la convicción de que todo esté culturalmente determinado 

Al tiempo, son las redes sociales las que han hecho posible la emergencia de la posverdad o, mejor, del postfactualismo, ya que es en ellas donde más fácilmente proliferan contenidos falsos o sesgados que aceptamos a golpe de clic solo porque son emocionalmente satisfactorios. Los efectos de este fenómeno inquietante se han dejado ver con claridad: en los Estados Unidos, en Gran Bretaña y en Cataluña. Veremos si retocar los algoritmos correspondientes ayuda a frenarlo; aunque no lo parece.

En definitiva, la vida política democrática se ha hecho más emocional y tenemos razones para pensar que seguirá siéndolo. No hay, contra eso, remedios sencillos. Solo un ejercicio responsable de la autonomía individual que nos haga, si no del todo racionales, más razonables. Es poco, pero es algo.

*Artículo publicado en mEDium, anuario editado por Economía Digital.

Recibe nuestra newsletter diaria

O síguenos en nuestro  canal de Whatsapp