‘Esteladas’ perennes

Cataluña vive desde 2012 un vistoso festival de banderas y estandartes secesionistas

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Cataluña celebra este jueves 21-D unas elecciones inéditas, consecuencia de la situación límite a la que el gobierno independentista de Carles Puigdemont llevó al estado de derecho. Para entender cómo se llegó hasta ahí hay que mirar atrás, hacia los fenómenos sociales y políticos que trata Adolf Tobeña en La pasión secesionista.

Editado por ED Libros, este ensayo analiza por qué una región como Cataluña ha recurrido al secesionismo y otras no lo han hecho, y cómo se ha construido el relato independentista. Uno de los capítulos que hace referencia a ello trata sobre la proliferación de banderas esteladas y símbolos independentistas en balcones y en la vía pública. Los símbolos son, además, de rabiosa actualidad por la polémica con los lazos amarillos en estas elecciones.

‘Esteladas’ perennes

la pasion secesionista

Llevamos años, en Cataluña, rodeados por un vistoso festival de banderas y estandartes secesionistas de todo tipo y tamaño ondeando desde multitud de balcones, ventanas y mástiles en todos los rincones del país.  Desde el 11 de setiembre de 2012, la enseña cuatribarrada con estrella de cinco puntas, la estelada, domina el paisaje en calles y plazas, en puntos estratégicos de las vías públicas y las encrucijadas, y en los promontorios destacados de las sierras cercanas. Obedeciendo a una consigna sencilla, que nació en webs de agitación independentista y que rezaba (y todavía reza) así: “cuelga la estelada en el balcón y no la quites hasta conseguir la independencia”. Así ha sido desde entonces y en ese entorno perpetuamente engalanado con los colores nacionales “cubanizados” vivimos los ciudadanos catalanes.

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A media mañana del 9 de Noviembre de 2014, el día señalado para celebrar el anhelado referéndum de autodeterminación que, sorteando la suspensión decretada por el Tribunal Constitucional, quedó transmutado en una de las simulaciones políticas más concurridas de la historia europea, el presidente del gobierno autónomo, el Sr. Artur Mas, se encaminaba ufano a depositar su opinión sobre el futuro de Cataluña, en un colegio del ensanche barcelonés. Iba conversando con un conocido periodista, el señor Jordi Évole, cuando se detuvo apenas un instante para comentar veo muchas banderas hoy…  Évole, rápido y al quite, replicó: ¿seguro? …llevan años colgadas!!…, no, le corrigió el presidente, …hoy hay muchas más”, virando, de inmediato, hacia otro asunto.

Ese brevísimo intercambio aflora el trasiego mental de ambos personajes. Llevaban, al parecer, un recuento aproximado y cotidiano de las banderas circundantes aunque no fuera, quizás, de buen tono referirse a ello. Venían de mantener una larga y amable conversación, ante las cámaras, en los aposentos privados de la Casa de los Canónigos, la residencia oficial de Presidencia, junto al Palacio de la Generalitat, en esos maitines tan esperados. El señor Mas le había propuesto una deliciosa escena de sofá al señor Évole, que éste aceptó encantado y exhibiendo menos mordiente del que suele prodigar en sus reportajes de denuncia desenfadada y falsamente ingenua.

Solemos considerar las banderas como un elemento banal de la decoración urbana o doméstica, pero es un error verlo así

Es natural que un político y un periodista anden atentos a las señales cromáticas de la efervescencia ciudadana, aunque sospecho que aquel brevísimo diálogo aporta más indicios que la simple curiosidad ante los signos más o menos aparentes del clamor vecinal. Denota, como mínimo, un recuento de continuidad y, por consiguiente, una estimación de persistencia y magnitud relativa en la exhibición de símbolos. Sospecho, además, que ese tipo de escrutinio sobre la densidad, la vivacidad y la tozudez de la presencia “banderil” no es, ni ha sido infrecuente entre la ciudadanía catalana.  Porque la presión contextual a base de esteladas perennes no ha cedido, en cinco años largos y se ha visto incrementada, si cabe, por la suma de multitud de corporaciones que la han convertido en enseña “oficial” instalándola no solo en el palo mayor de la fachada de los ayuntamientos sino en los puntos cardinales de las poblaciones. Las rotondas circulatorias que ahora son puerta obligada en todas las villas y pueblos constituyen el lugar preferido: en multitud de ellas han erigido mástiles rutilantes donde ondean magníficas esteladas acariciando la vida cotidiana de todos los vecinos y bendiciendo a los visitantes. Sean éstos oriundos o gente forastera a quienes se recuerda así, de paso, dónde están. Es decir, dónde han ido a parar y qué ambiente les espera.

Solemos considerar las banderas como un elemento banal y estrictamente neutro de la decoración urbana o doméstica. La exposición a ellas es tan regular y variada en multitud de contextos de toda índole, que se hace difícil aceptar que puedan seguir funcionando como un vector de influencia política. Desde que fueron incorporadas, además, como elemento decorativo a las prendas interiores y a la indumentaria deportiva o a los recuerdos turísticos, la percepción general es que ese consumo masivo y kitch les ha sustraído cualquier valor como símbolos respetables de adscripción comunal.  Es un error verlo así, sin embargo, y para constatarlo basta observar el uso que se sigue haciendo de ellas, en las ocasiones solemnes, por parte de los estamentos de poder en cualquier ámbito.

Sospecho incluso que va exactamente al revés: que jamás las banderas tuvieron tanta relevancia como ahora, en la sociedad tecnológica donde rige una competición incesante por señorear el espacio publicitario.  Hay que tener en cuenta que todas las grandes empresas han procurado crear sus banderas y estandartes para que ondeen y pregonen territorio desde las sedes rutilantes hasta las sucursales y delegaciones más remotas. Las enseñas nacionales son marcas estupendas, por ellas mismas. Son “logos” con un campo representacional vastísimo e indiscutible: la densísima red de rasgos, costumbres, estilos y valores de una comunidad nacional. De ahí su perenne valor representacional a pesar de la aparente degradación por el uso irreverente y consumista que se hace de ellas.

Los concluyentes estudios de Israel

Resulta curioso que los mejores estudios sobre la influencia de las banderas en las actitudes y el comportamiento político vengan de Israel, un país donde la profusión de enseñas nacionales es apabullante. Muy superior, por ejemplo, a la de Irlanda o los Estados Unidos de América del Norte, dos lugares donde la decoración del espacio público y el privado con las enseñas nacionales es también muy perceptible. Ran Hassin ha demostrado, en una serie de imaginativos experimentos, que las banderas que ondean en el entorno no son banales, en absoluto.  Que tienen efectos apreciables, aunque el contacto con ellas sea brevísimo o completamente inadvertido, incluso.

El primero de esos estudios de laboratorio lo llevó a cabo con israelíes a quienes, en medio de una tarea verbal ante una pantalla, les presentaba flashes con dibujos de la enseña nacional y con una duración tan breve (16 milisegundos), que no podían acceder a la conciencia visual. Es decir, los flashes “banderiles” quedaban por debajo del umbral de reconocimiento perceptivo y no podían, por tanto, ser “vistos” y discernidos a pesar de entrar en el cerebro. Trabajó así, con presentaciones subliminales de la bandera y de dibujos con grafismos similares y midió, a continuación, el efecto de esas entradas totalmente inadvertidas en las actitudes políticas. Los resultados indicaron que bajo el influjo (inconsciente) de la enseña azul y blanca, con la estrella de David, los individuos viraban hacia posiciones más intransigentes y patrióticas en cuestiones candentes relacionadas con el inacabable litigio con los palestinos. Tal cosa no ocurría cuando los flashes vehiculaban las imágenes “no-banderiles” de comparación.

Un estudioso israelí demostró que la visión de banderas induce a posiciones más nacionalistas y de derechas

Obtuvo ese viraje inconsciente en diversas medidas de posicionamiento político y ello le condujo a intentarlo con medidas de intención de voto y de voto real emitido. Repitió el mismo procedimiento con otros sujetos midiendo las preferencias ante las elecciones al parlamento israelí de marzo de 2006 y consiguió repreguntar, luego, a la mayoría de participantes qué opciones concretas habían votado. Los que habían recibido aquellos flashes brevísimos con la enseña nacional, no solo habían mostrado un sesgo de intención de voto hacia formaciones más nacionalistas y de derecha, sino que, unas semanas más tarde, habían votado por ellas con mayor frecuencia.

Esos hallazgos fueron confirmados en experimentos ulteriores en Italia, llevados a cabo antes de las elecciones generales de 2008, y también en Rusia, en 2009, con resultados concordantes (71): recibir impregnación inadvertida con la enseña nacional durante la realización de una tarea de laboratorio, propició un sesgo del voto hacia formaciones políticas más conservadoras y con programas de unidad nacional, en ambos países. Los efectos, por tanto, no se circunscriben a las peculiares circunstancias políticas y condiciones de vida de la ciudadanía israelí, en la conflictiva región de Oriente Medio, sino que son extrapolables a otros lugares.

Símbolos y racismo en los Estados Unidos

En estudios con palestinos de ciudadanía israelí se dieron los resultados opuestos que cabía esperar: la entrada inadvertida de la enseña sionista decantaba sus intenciones de voto hacia opciones alejadas de las posiciones sionistas. Hassin pudo confirmar, asimismo, llevando las medidas un paso más allá, que ese tipo de impregnación mental ultra-breve con la enseña nacional, incrementaba los prejuicios sociales que van asociados a las ideologías nacionales. Así, en sujetos blancos de los Estados Unidos los flashes ultra-rápidos con la bandera norteamericana provocaron un aumento de los prejuicios anti-negros y la maniobra equivalente con la enseña israelí potenció los prejuicios anti-palestinos de los israelíes, midiendo esos estigmas con un test de respuestas implícitas para detectar prejuicios. Finalmente llevó sus estudios hasta la dualidad de opciones electorales en USA cuando Barack Obama irrumpió, con fuerza irresistible, en la carrera presidencial de 2008, y obtuvo datos sorprendentes que merecen una explicación detallada.

Mediante un pregón en las redes sociales se reclutó a unos cuantos centenares de individuos dispuestos a responder a cuestionarios y pasar pruebas, vía internet, para ganar una pequeña recompensa en forma de cupón de 15 dólares canjeable por productos en Amazon.com. Después de haber completado los tests iniciales, se seleccionó a dos centenares de sujetos que procedían de Estados donde todos los sondeos daban una clarísima ventaja a la candidatura de Obama sobre la del senador John McCain y se inquirió sobre su intención de voto, unas dos semanas antes de la elección presidencial. En la mitad de los sujetos, las hojas de respuesta de esos cuestionarios llevaban impresa una pequeña insignia norteamericana, en color, en el margen superior izquierdo, de manera que entraba en su cerebro, al contestar, aunque no le prestaran la menor atención. En la otra mitad, los cuestionarios iban sin esa banderita USA en una esquina.

Una semana después de las elecciones los sujetos fueron contactados, de nuevo, y tuvieron que referir las candidaturas por las cuales se habían decantado en la jornada electoral. Los resultados indicaron que la mera presencia de aquella insignia, en miniatura, provocó un corrimiento apreciable hacia la candidatura republicana en las intenciones de voto, en la simpatía y calidez hacia los candidatos del ticket presidencial republicano, así como en la adscripción hacia posiciones más conservadoras antes de la elección. Corrimiento que se acabó reflejando luego, en el voto efectivo: los votos a favor de McCain alcanzaron un 27,2% de los sondeados que habían recibido impregnación “banderil”, mientras que en los sujetos que no vieron la mini-insignia, el ticket McCain-Palin sólo obtuvo el 16,5% de votos. Ese corrimiento superior al 10% de preferencia real se mantuvo hasta ocho meses después, al menos, cuando los sujetos fueron sondeados por última vez para inquirir sobre la eficacia de las políticas emprendidas por la presidencia Obama.

En los EEUU, la mera presencia de una insignia con la bandera en un cuestionario provocó mayor simpatía por el candidato republicano

En un experimento llevado a cabo dos años más tarde, con sujetos diferentes y en un contexto de completo dominio por parte del Partido Demócrata, al tener la mayoría en las dos Cámaras, se reprodujeron esos resultados. En esa ocasión los participantes tuvieron que hacer sus diagnósticos en persona y en el laboratorio, y la tarea para implantar imágenes inadvertidas con la bandera norteamericana era una prueba de discriminación visual: ante una serie de fotografías de paisajes urbanos en blanco y negro, tomadas en diferentes momentos del día, debían efectuar estimaciones sobre si correspondían a horario matinal, del mediodía o vespertino. En algunas de las fotos había banderas ondeando en mástiles o en los balcones de los edificios, mientras que otras imágenes idénticas (en apariencia) iban sin esas banderas, aunque la tarea de los sujetos siempre consistía en intentar adivinar, ayudándose con las luces y las sombras, la franja del día en que se había tomado la fotografía. Esa fue la vía para inducir la impregnación “banderil” inadvertida y los resultados volvieron a mostrar el viraje hacia posiciones conservadoras y pro-republicanas en los sujetos que habían contemplado imágenes con banderas.                  

En los dos experimentos, ese corrimiento hacia posiciones más patrióticas y conservadoras se produjo con igual potencia en los individuos que habían expresado simpatías previas por los demócratas o en los que simpatizaban con los republicanos. La desviación debida a la influencia “banderil” en USA favorece, por tanto, al republicanismo. Hassin interpretó esos hallazgos como ejemplo del efecto de la enseña nacional en unir opiniones alrededor de la representación simbólica de la ciudadanía común, de favorecer la cohesión hacia el patriotismo en sus valores nucleares. En sus atributos esenciales. Se trata, en definitiva, de un efecto notable que brota a partir de presentaciones “banderiles” mínimas y a despecho de que los ciudadanos USA vivan rodeados de enseñas, en multitud de entornos.  El hecho diferencial de estar o no estar presente la bandera, mientras se toman decisiones políticas importantes al responder a un cuestionario, acaba teniendo un arrastre sustantivo.

Presión cromática de aires cubanos

Un colega de mi Universidad, la UAB, físico computacional para más señas, me escribió el día siguiente de la conferencia que impartí en 2014, en el Instituto de Neurociencias, en el Campus de Bellaterra, para subrayar discrepancias de considerable calado. Aprovechó, sin embargo, para reconocer que la charla había resultado iluminadora en diversos aspectos. Destacaba el tema de las banderas y comentaba, medio en broma y medio en serio, que a partir de aquel momento iba a insistir, en su activismo secesionista, en potenciar la campaña de las esteladas perennes ante la cual, confesaba, siempre se había mostrado muy escéptico. Con los datos discutidos en la conferencia no le quedaba duda alguna en que había que acentuar la presión “banderil” inclemente en todos los rincones del país.

Siempre resulta un punto sorprendente que la gente con mejores luces sea ciega ante lo obvio. Cualquier observador de las técnicas publicitarias intuye que no hay nada mejor para influir, modelar, presionar y calar, a fondo, que la sobresaturación atencional y perceptiva. Si las presentaciones mínimas tienen efectos apreciables, como acabamos de ver, la reiteración y la ocupación sistemática de los escenarios por donde discurre la vida cotidiana convierte a las marcas, las enseñas y los logos en elementos definitorios del paisaje, en atributos ineludibles de una geografía doméstica que el cerebro procesa, día a día, instante tras instante, de manera pasiva aunque definidora y tenaz.  Los escenógrafos del teatro, el cine y las series televisivas lo saben y lo aplican a conciencia: cuando pretenden crear un escenario urbano donde la presencia de una doctrina política invasiva resulte acuciante, recurren a la profusión de banderas.  Diagnosticamos, en un parpadeo, que una película va a recrear un ambiente nazi, comunista o fascista por la presencia ominosa de enseñas en el decorado. No necesitamos atender siquiera a las indumentarias ni a los diálogos: con las imágenes de la geografía urbana en off, es suficiente.

Ese es, precisamente, el entorno “banderil” impregnador que rige en muchísimas localidades y en muchos barrios céntricos y acomodados de las ciudades catalanas desde hace años. Solo se salvan de ello los suburbios periféricos donde predominan las clases populares procedentes de diversas oleadas migratorias, o los vecindarios degradados de los cascos viejos donde la población de aluvión y de origen foráneo, es mayoritaria. En el resto del país la campaña de las esteladas perennes confiere al paisaje una presión cromática de aires cubanos que para sí hubieran querido las ciudades y regiones “rojas” europeas, antes de la caída del Muro de Berlín, por citar tan solo el ejemplo más cercano en el tiempo. En las pequeñas localidades rurales esa presión contextual alcanza magnitudes norcoreanas, mientras que en los barrios de clases medias y altas de las ciudades la bendición simbólica con las enseñas colgantes es algo menos agobiante.

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