Las clases medias chinas bajo la sombra de Marx

Los dirigentes comunistas chinos quieren ensanchar más las clases medias y no tomarán medidas sobre el medio ambiente hasta alcanzar los 1.000 millones

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¿El ascenso de una clase media con valores postmaterialistas propios del capitalismo postmoderno moldeará una ciudadanía china que acabará con la hegemonía del Partido Comunista de china (PCCh) y conducirá al gigante asiático a la democracia parlamentaria pluripartidista?

Estoy en la estación de tren de alta velocidad de Jinan, una ciudad a 350 kilómetros al sur de Pekín, capital de la provincia de Shandong -la segunda más habitada de China con 100 millones de habitantes– donde he impartido un seminario en el Instituto de Socialismo Contemporáneo sobre los partidos de izquierda verde en Europa y su evolución ideológica.

Cuando salí de Pekín, mis anfitriones del Instituto de Investigación del Marxismo de la Universidad de Pekín me dijeron que Jinan era una «ciudad ordinaria», «provinciana». Y me encuentro con una metrópolis de 8 millones de habitantes envuelta en una nube de contaminación, con barrios inmensos de enormes rascacielos y avenidas con centros comerciales con las marcas más exclusivas y caras del mundo.

Esta es la China de 2017. Un país que ya cuenta con 1.376 millones de habitantes y con un pronóstico oficial de llegar a 1.450 en 2030 -17 millones nacieron sólo en 2016 tras levantarse el veto a la política de «hijo único»- y que tiene una superficie que es 180 veces la de Cataluña y más de 50 millones emigrantes que viven en todos los rincones del planeta.

Un gigante con una clase media en continúo crecimiento, mayoritariamente urbana, de entre 300 y 400 millones que tienen unos estándares de vida similares al Occidental, y entre 800 y 900 millones que se reparten entre las clases populares y trabajadoras de esas 200 ciudades chinas (¡se dice pronto!) que tienen más de 1 millón de habitantes y los campesinos que viven en las zonas rurales que trabajan para alimentar al 20% de la población mundial que concentra la República Popular China.

Veo en la postmoderna estación de Jinan, entre centenares de tiendas caras y restaurantes fast-food, una pantalla gigante con propaganda del Partido Comunista que sobresale entre otras pantallas de publicidad comercial. Me traducen el eslógan: «Los valores centrales del Socialismo: Prosperidad, Democracia, Civismo, Armonía, Libertad, Igualdad, Justicia, Amor, Patriotismo, Dedicación, Integridad, Amistad». Me subrayan que no se trata de un lema ideológico, sino cívico, que se intenta inculcar a todos los chinos ya desde las escuelas.

El marxismo como ideología de la República Popular China sólo cuenta con 68 años, desde que Mao Zedong fundó el mayor régimen comunista en el planeta, en 1949, y hasta nuestros días. Aunque sólo China, junto a Cuba, Vietnam y Corea del Norte, son los cuatro únicos estados comunistas, el 20% de la población mundial vive bajo el marxismo.

Pero, ¿es cierta esta afirmación? Paseando por la capital financiera, Shanghai, o por la descomunal Pekín, con sus gigantescos centros comerciales donde los chinos se entregan al consumismo más salvaje, nadie diría que estamos en un régimen marxista, o socialista como prefieren etiquetar incluso los chinos con carnet del partido único. Menos aún cuando se conoce la desregulación en el mundo del trabajo, la economía sumergida y las cifras de siniestralidad laboral.

Entonces, ¿dónde se ve la huella de Marx en las calles de Pekín cuando han pasado solo tres décadas desde que el PCCh decidió apostar por la estrategia de «un país, dos sistemas»? Tras la muerte del Gran Timonel el país no había logrado frenar el principal problema desde hacía muchos siglos: la pobreza.

El marxismo como ideología llevada a su expresión económica había fracasado en este terreno y, a pesar de las mejoras, la mayoría de los chinos cuando en 1976 muere Mao son pobres. La política de reforma económica a imagen del capitalismo occidental que impulsarán los sucesores de Mao, Deng Xiaoping (1978-1993), Jiang Zemin (1993-2003), Hu Jintao (2003-2013) y Xi Jinping(2013-2017), especialmente a partir de la represión de Tian’anmen (1989) y el congreso del Partido Comunista (1993) permite la gran transformación económica y la apertura al exterior del «Reino del Centro», Zhōnghuá, que es como los chinos nombran a su país.

Hoy, sin embargo, y como consecuencia de ese modelo de producción capitalista (salvaje) aliado a los valores del libre mercado de un liberalismo ideológico «a la china», el país se ha convertido en la segunda potencia comercial tras EEUU y la primera exportadora, en buena parte gracias a haber abandonado el aislamiento y a haber apostado por la modernización. Y hemos escuchado recientemente a su presidente Xi Jinping en Davos defender la globalización -gracias a la cual se ha convertido en la fábrica del múndo- frente al proteccionismo autárquico de Donald Trump. Según medios oficiales, desde el inicio del boom económico con las reformas de 1978 hasta hoy, 700 millones de chinos han dejado de ser pobres.

Es Confucio quien sigue marcando China, con sus valores sobre las jerarquías y las normas sociales

Y a finales de 2015 China tenía entre 55-75 millones de personas viviendo en la pobreza lo que ha impulsado al régimen a implementar una agenda 2016-2020 para sacar a este volumen de chinos pobres que, probablemente, con los estándares occidentales, son bastantes más.

Que China hace más de 1.000 años, cuando Europa estaba en las tinieblas de la edad Media, ya era un gigante comercial. lo que impulsó a portugueses y antes a Cristóbal Colón a abrir rutas para poder establecer relaciones económicas, conecta perfectamente con la China marxista-capitalista de hoy. Y esto se explica también porque la mentalidad china, tras 68 años de marxismo oficialista, no es marxista, sino que sigue siendo confucianista.

Confucio comenzó 479 años antes del nacimiento de Jesucristo a moldear la conciencia china y a inculcar sus valores principales (aceptación de las jerarquías y las clases sociales; respeto a las normas sociales, subordinación soberano-súbdito, padre-hijo, marido-mujer) que cuando China se unificó bajo la dinastía de los Qin, el 221aC, que impulsó el mercado único, se dirigió a lograr que la acción del Estado tuviera como misión incrementar el bienestar del pueblo, lo que justificaba toda dictadura siempre que beneficiara al pueblo.

Esa mentalidad confucionista es la que ha impulsado a Deng Xiaoping y a sus tres sucesores al frente del Partido Comunista y de la presidencia de China a apostar por una economía de mercado cada vez más desregularizada aunque dirigida desde los postulados del marxismo del PCCh que sigue, sin embargo, manteniendo el control sobre la información, la cultura y el espectáculo para evitar la disidencia a favor del pluripartidismo.

No obstante, ese modelo ha llevado a la China al colapso medioambiental, factor que se ha convertido en el principal enemigo para la estabilidad del régimen comunista. ¿Por qué?

Como consecuencia del ascenso del gigante asiático, la destrucción del medio ambiente en el mundo rural y sus ciudades -con el aire más contaminado del mundo- vuelven a traer esas imágenes que en el siglo XIX mostraban muchas pinturas de Londres y Manchester y el relato de las novelas realistas de Charles Dickens –y que podemos ver en fotografías del barrio del Poblenou de Barcelona a finales del siglo XIX y principios del XX– e incluso en algún pasaje del libro de Friedrich Engels, La condición de la clase trabajadora en Inglaterra (1845) cuando afirmaba: «La apariencia demacrada de muchas personas que uno se encuentra en la calle muestra claramente lo nocivo de la atmósfera de Londres».

En las escuelas de Marxismo de la universidades chinas se está intentado dar argumentos que lleguen a la cúpula del Partido Comunista, dominada por la corriente liberal que lidera el presidente Xi Jinping frente a la corriente marxista-socialdemócrata, para encontrar una solución a la peor de las consecuencias del crecimiento vertiginoso chino: la contaminación.

Se trata de una búsqueda del rastro ecologista en la obra de Marx que curiosamente viene de la mano de la recuperación de un nuevo relato anticapitalista. Por este motivo, está aumentado su interés por la doctrina ecomarxista y el concepto marxista de alienación de la humanidad respecto a la naturaleza o «metabolismo social» (James O’Connor, John Bellamy Foster) y ecosocialista, esta última construida por teóricos occidentales (André Gorz, Murray Bookchin, René Dumont, Rudolf Bahro hasta nuestro Manuel Sacristán) y partidos de izquierda verde en Occidente ya desde poco antes de la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la URRS (por ejemplo, la transformación en 1987 del PSUC en Iniciativa, partido que abrazó el ecosocialismo a partir de 1996).

Esto no es porque sí. Como me han comentado algunos profesores teóricos del marxismo en tres universidades chinas, el principal problema para los chinos en 2017 es la contaminación, que ha llegado a provocar en los últimos meses las primeras movilizaciones en forma de protesta tímida, en barrios de un Pekín irrespirable.

El modelo de los jerarcas chinos es el de Japón, socialmente justo y sostenible, y van hacia él

La imagen de los pekineses caminando con mascarillas para evitar respirar ese aire de olor a hierro oxidado nos recuerda aquellas películas catastrofistas de Hollywood que alertaban de los efectos de una guerra nuclear. Aunque también estos mismos que buscan las raíces medioambientalistas en Marx y Engels tienen claro que China no parará su modelo de crecimiento hasta que la mayoría de chinos formen parte de una clase media de al menos 1.000 millones.

Como pasó en Japón tras la Segunda Guerra Mundial cuando se lanzó a la reconstrucción con un modelo de desarrollo que convirtió al país nipón en segunda potencia comercial, ya en los años 1970, y también en el país más contaminado. En 2017 Japón está considerado uno de los países más justos socialmente y más sostenibles y menos contaminados del Planeta. Esa es la vía que sigue China.

La pregunta, que no responden los teóricos marxistas en 2017, es cómo esa nueva clase media china con valores propios postmaterialistas de las sociedades postindustriales (que ve nacer ciudadanos hiperindividualizados, consumistas, hedonistas, narcisistas y apolíticos) puede afectar a la hegemonía del Partido Comunistas y abrir fisuras en el régimen.

Porque, como se ha visto en otros países incluso en Occidente, como el caso de la conservadora Irlanda, pobre hasta los años 1970, el desarrollo económico que moderniza una sociedad acaba transformando los valores y actitudes de sus ciudadanos (aunque no tenga por qué provocar cambios en el sistema político).

China es junto a Estados Unidos y Rusia una de las tres grandes superpotencias, especialmente por su peso económico más que por su influencia militar, política o informativa, contrariamente a los otros dos gigantes. China es una civilización en si misma con 4.000 años de historia. Tal y como está evolucionando el país, la mentalidad de los chinos está cambiando. Como me explican afines al PCCh, la misma política de hijo único ha comportado unas generaciones que hoy tienen menos de 35 años de personas consentidas, individualistas y egoístas por la sobreprotección de sus padres. Supongo que al lector español y catalán le suena este argumento como algo muy cercano.

La huella de Marx hoy en la sociedad china se va pareciendo a la que va dejando el PCCh, que mantiene un control sobre la información y la opinión pero que se va difuminando en esa niebla tóxica que sumerge tantos días a Pekín en un capitalismo que parece que acabará por llevarse todo vestigio de Marx.

Los dirigentes chinos creen el impulso del desarrollo social de la democracia liberal ha llegado a sus límites

Por eso mismo, el régimen está recuperando un discurso anticapitalista y quizá vea la supervivencia de su hegemonía en la transmutación del comunismo capitalista en socialismo ecologista o en un «ecomarxismo» con tintes socialdemócratas del siglo XXI que le permita seguir presentándose como anticapitalista aún siendo hoy día una economía a imagen del capitalismo del siglo XIX.

Como ya dijera el sociólogo francés Alain Touraine en Postsocialismo (1980), augurando un futuro gris al socialismo en la Europa Occidental, ese socialismo ya no pertenecía ni al presente ni al futuro sino al pasado: «Fue la mejor expresión del movimiento obrero en la sociedad industrial capitalista; pero se descompone cuando aparece la sociedad postindustrial, y se pervierte al convertirse en la ideología de un Estado industrializado».

Esas palabras parecen retratar la China de 2017. Aunque está por ver, sobre todo con la nueva administración Trump, obsesionada con China, si el 19º Congreso del Partido Comunista, tras el próximo verano, reafirma lo que ministerios y altos funcionarios están teorizando en las últimas semanas: que la democracia occidental ha alcanzado sus límites y que el deterioro de su salud es el futuro inevitable del capitalismo porque, como indicaba hace pocos días el órgano oficial del PCCh, Diario del Pueblo: «La democracia de estilo occidental solía ser un poder reconocido en la historia para impulsar el desarrollo social, pero ahora ha llegado a sus límites».

Porque quizás la mentalidad de la clase dirigente china y de muchos de los 89 millones de militantes del Partido Comunista Chino coincida hoy con lo que el escritor marxista antiestalinista, George Orwell, escribiera en 1944: «Puede que el marxismo sea una teoría equivocada, pero es una herramienta muy útil para poner a prueba otros sistemas de pensamiento».

 

Jaume Risquete es periodista, profesor de la URL y colaborador del Instituto de Investigación del Marxismo de la Universidad de Pekín.

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